Hoy es 9 de abril de 2020, día de Jueves Santo. Más de la mitad de la Humanidad permanece confinada en sus hogares. Más de un millón y medio de hermanos han enfermado por la cruel pandemia de coronavirus que nos ataca con vileza, mientras cien mil vidas ya han sido sesgadas en apenas unas semanas.
Los primeros días de este tiempo de horror y desesperanza que nos ha tocado vivir coincidieron con el Tiempo de Cuaresma. Pareciera como si, de este modo, nos estuviera invitando El Señor a huír de todo el ruido que habitualmente nos rodea para encerrarnos por una vez en nosotros mismos, escucharnos más y mejor – qué poco acostumbrados estamos a ello -, y acercarnos a Él con humildad y confianza. El confinamiento al que estamos todos sometidos es una maravillosa oportunidad para ello. Nos permite vivir la Cuaresma desde un prisma más empático y solidario al que nunca jamás hemos experimentado, compartiendo la soledad y el recogimiento que acompañó a Jesús durante sus cuarenta días de retiro en el desierto.
Una vez iniciada la Semana Santa, y si hemos aprovechado estos días previos para hacer ese ejercicio de reflexión, estaremos por fin en disposición para alzar la vista hacia El Madero donde nuestro Señor Jesucristo dio Su Vida por nuestra salvación para, con recogimiento y devoción, encomendarnos a Su Divina Misericordia y poner en Sus Misericordiosas Manos todo el sufrimiento que nos embarga, como tributo y sacrificio por Su Pasión.
Para hacer este ejercicio de oración, os proponemos ofrecer al Altísimo algunos de los miedos y sinsabores que nos atenazan estos días, para ponernos en Sus Manos y aliviar, con cada uno de ellos, el sufrimiento que Jesús pasó en la Santa Cruz.

Padre Nuestro, que entregaste la vida de Tu Hijo por la redención de todos nosotros, escucha hoy a tus hijos, humildes pecadores, que, en medio del sufrimiento y del dolor que estamos sufriendo, nos entregamos en cuerpo y alma a Tu Adoración.
Derrama sobre nosotros el Espíritu Santo para que reconforte a los enfermos, proteja a los que exponen y ofrecen su vida por los demás y consuele a las familias afligidas por las pérdidas. Y a todos, concédenos discernimiento para que no olvidemos Tu Rostro cada día y hallemos motivos de esperanza y fortaleza en Tus Sagradas Palabras.
Amado Jesucristo; Tú, que sufriste en su día la injusticia de los hombres y el agravio de los injustos, escucha hoy nuestras súplicas e intercede por nosotros antes Dios, Nuestro Señor, como en su día lo hiciste por el Padre desde el altar de Tu Cruz.
Que las heridas de los clavos que atravesaron tus pies, impidiéndote continuar con la predicación por los caminos de Israel, cicatricen con el sacrificio de nuestro confinamiento, que también a nosotros nos impide movernos con libertad y reunirnos con nuestros hermanos y familias.
Así como tus manos quedaron retenidas por las crueles escarpias que horadaron tus manos, te ofrecemos hoy nuestra actitud pasiva y orante y la restricción forzosa que nos limita e impide hacer con nuestras propias manos tantas y tantas tareas y trabajos como desearíamos. Que la desesperación de sentirnos limitados e inútiles en nuestras vidas sirva en cierto modo para redimir tu dolor y tu sufrimiento.
Así como la lanza que rasgó tu costado extrajo de tus entrañas el dolor y el vacío de la muerte terrena, te ofrecemos, Señor Nuestro, nuestra resignación ante el mal invisible que nos asola y nos hiere, también a nosotros, por dentro cada día. Que la humildad de sentirnos vencidos por un caprichoso virus sea un sacrificio de humildad ante la obra de Dios, y nos resarza del mal causado por nuestra constante soberbia.
Del mismo modo que las treinta monedas de plata por las que los hombres te traicionaron, te ofrecemos hoy todas nuestras penurias y agobios económicos. Que los sacrificios y quebrantos que la crisis está provocando sean la justa penitencia por nuestra avaricia y codicia y por la falta de sensibilidad y compasión hacia los más necesitados en la que frecuentemente caemos.
Que las llagas provocadas por la corona de espinas que pusieron sobre Tu Cabeza, se vean aliviadas por la entrega de nuestro dolor de los quebrantos y las angustias que nos desvelan, conmueven y agobian y nos impiden hallar calma y paz interior. Que Tu paciente entrega nos sirva de inspiración para afrontar los miedos que nos atenazan.
Que tus vestiduras rasgadas y la túnica echada a suertes a los pies de Tu Cruz nos recuerden cada día la eventualidad de nuestros bienes y nuestras posesiones. Polvo somos y, al final de nuestros días, en polvo nos convertiremos. Que seamos, Oh Señor, saber distinguir entre lo que realmente es importante en esta vida, y lo que no es más que superficial y vano para nuestras almas.
Que la mirada amorosa, atravesada por el dolor desgarrador de Tu Madre, se pose sobre nosotros y nos ayude a encontrar remedio a nuestras angustias. Sirvan nuestros desvelos y nuestros sinsabores como sacrificio que La alivie del terrible e inmenso daño que un día le provocamos los hombres por nuestra ignorancia y nuestro pecado.
Que tu testimonio de perdón, en el mismo lugar y momento de Tu Martirio, hacia el ladrón pecador arrepentido y hacia los rabinos y escribas que pidieron y decretaron tu muerte – «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23-24) – nos sirva de lección y enseñanza para perdonar nosotros a quienes no obran correctamente o perjudican con sus decisiones a los hermanos que sufren o se encuentran expuestos y abandonados.
Y finalmente, Amado Hermano, que sepamos también nosotros volver nuestro rostro hacia las alturas y hablar desde nuestra cruz hacia Nuestro Padre con humildad y fe infinita, como Tu nos enseñaste desde La Cruz. Que Tu Sereno Ejemplo nos ayude a encontrar y mantener encendida la antorcha de nuestra fe y esperanza hacia la acción redentora y la infinita misericordia de la Santísima Trinidad.
Amén.