Durante toda esta semana, primera de Pascua, revivimos los episodios acaecidos durante los primeros días después de la Resurrección de Jesús. En las lecturas de estos días, vemos cómo Jesús se aparece primero a las mujeres que acuden a visitar el sepulcro, a los discípulos que caminan hacia Emaús después, y, posteriormente, a la reunión de sus Apóstoles.
En todos estos casos, y también en varios posteriores, se repite un mismo patrón. Jesús aparece de imprevisto, y se desvanece con la misma prontitud. En realidad, pretendía escribir que Él aparece «cuando menos se lo espera«. Pero, reflexionando un poco, creo que esa expresión no sería en absoluto cierta. Porque, tanto las mujeres, acompañadas por María Magdalena, como los discípulos de Emaús y, por descontado, sus Once Apóstoles, esperaban ansiosamente reencontrarse con Jesús. Lo deseaban con todas su fuerzas. Él estaba constantemente en sus ánimos y en sus pensamientos. Y Jesús, en todos los casos, les escucha y se materializa ante ellos.

Es fácil pensar en Emaús como en una tierra demasiado lejana de nuestro día a día; un lugar exótico del Oriente Medio, tan distante de la realidad donde vivimos. Y, sin embargo, en su mensaje, Jesús nos dice justo lo contrario.
Emaús no es un lugar remoto de encuentro con Jesús. Él está allá donde alguien le llama y le espera; allá donde hay alguien que mantiene encendida su luz; donde alguien le recuerda, le rememora y le reza. No es necesario recorrer vastas distancias para llegar hasta allí. Sobra con un momento de contemplación y de oración sincera para que Él venga a nuestro lado. Porque Jesús está siempre presente cuando se le llama; en tu ciudad, tu trabajo, tu barrio… o en la intimidad de tu casa o tu habitación.
Es cierto que su presencia se hace especialmente fuerte cuando la llamada se hace en grupo. Si leemos con detenimiento las lecturas de la semana, caeremos en la cuenta de que, en todas las situaciones, Jesús se materializa ante sus hermanos cuando éstos no están solos; siempre hay más de una persona cuando Él aparece. No en vano, nos dice expresamente:
“Donde estéis dos o más reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio con vosotros”
(Mateo, 18-20)
El poder de orar en grupo
Por ese motivo, es especialmente gratificante buscar ese momento de encuentro en compañía. Hoy, que por motivos de fuerza mayor no podemos reunirnos todos a orar en el templo, podemos recuperar viejas costumbres y volver a orar juntos en casa. Una oración antes de irnos a dormir, o al despertamos, o esa vieja y sana costumbre de bendecir la mesa, especialmente en estos tiempos que a tantas personas les está costando conseguirlos.
No olvidemos que, al orar juntos, reforzamos nuestra comunidad, estrechamos los sólidos lazos que nos conectan a pesar de la distancia y contribuimos a construir y reforzar los cimientos de la Iglesia como hermandad universal que nos une a todos los cristianos del mundo bajo una misma Fé.
Esta llamada en reunión cobra su máxima expresión durante nuestra hoy añorada Eucaristía. Esa Fé y esa Comunión alcanzan su máxima expresión durante la Consagración, cuando Jesús se materializa ante nosotros en Cuerpo y Alma a través del pan y el vino.
Volviendo una vez más a Las Escrituras de esta semana, vemos que Jesús repite el mismo rito que enseñó a los Apóstoles durante la Última Cena cada vez que vuelve a reunirse con ellos tras resucitar de entre los muertos. Con ello, busca imprimir para siempre en su memoria este acto de Amor absoluto. Es, por tanto, el momento más importante de nuestro encuentro cotidiano con Jesús y, a través de Él, con Dios Padre.
Pues bien; si Jesús está entre nosotros y acude a nuestro lado cuando le hablamos a través de la oración, esto sigue valiendo también durante estos días en los que vivimos encerrados en casa. No olvidemos que, también Los Apóstoles estaban confinados y encerrados a cal y canto en los días siguientes a la Pasión; como nosotros, vivían ese tiempo angustiados por la duda de lo que les depararía el futuro y preocupados por un presente incierto y doloroso, igual que muchos vivimos estos días.
Y, a pesar de todo, Jesús salvó las distancias, acudió a ellos y se reencontró con sus hermanos. Por su Fé, les escuchó, calmó sus miedos y les inundó con el ánimo y la fortaleza inconmensurable del Espíritu Santo. Cuando llegó el día de reiniciar sus vidas e iniciar la misión que Jesús les había encomendado, salieron de su encierro más fuertes de lo que habían sido nunca antes.

Busca tu Emaús personal
Roguemos a Dios para que nosotros también sigamos viviendo nuestro encuentro personal con Jesús a pesar de las circunstancias. Que hoy, más que nunca, no cejemos en la búsqueda de nuestro propio Emaús. Porque está ahí al lado mismo, tan cercano y a nuestro alcance como siempre. Es más, probablemente hoy dispongamos de más tiempo que nunca para sacar momentos de recogimiento interior para encontrarlo.
Aprovechemos esos momentos de búsqueda para pedirle por la pronta y sana resurrección de nuestra vida en común, de nuestra sociedad.
Pidámosle también porque llegue pronto el momento de reencontrarnos todos juntos bajo el techo del templo, hermanos con hermanos, todos ante Dios; y de volver a disfrutar nosotros también de la Eucaristía, de volver a conmemorar juntos la ofrenda del la pan y el vino, como es Su Deseo.
Pidámosle por el alma de todos los que, cuando llegue ese momento, ya no podrán estar con nosotros, para que los acoja en su seno para siempre en el Encuentro entre todos los encuentros. Y pidámosle, al mismo tiempo, que bendiga a todos los que, con su esfuerzo, su desempeño e incluso su riesgo o su sacrifício, hayan hecho posible que volvamos a juntarnos.
Y por último, pidámosle para que el día que esto suceda, salgamos de nuestro encierro nosotros también como los apóstoles, reconfortados por todo los momentos de compañía con Jesús que hayamos experimentado durante nuestro encierro y la fortaleza del Espíritu Santo derramado sobre nosotros.
Gracias. Es sencillo y genial.
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