¿Cómo puede permitir Dios esta pandemia?

Esta vez me vais a permitir que me salga un poco del tono habitual de este blog para compartir una experiencia grupal. Hace unas semanas sugería un tema de conversación al grupo de oración en el que participo. El tema, y aviso que no es baladí, se articulaba en dos preguntas:

  • ¿Por qué ha permitido Dios que suceda esta pandemia?
  • ¿Dónde está Dios en esta pandemia?

Honestamente, vaya melón había abierto… Han pasado tres semanas y aún seguimos dándole vueltas. Y creo que podríamos estar así por meses y años. Y es que, de forma bastante ingenua y sin consciente de ello, acababa de poner sobre la mesa uno de los debates más profundos, apasionantes y antiguos a los que se han enfrentado, a lo largo de los tiempos, los mayores pensadores, filósofos y teólogos del mundo entero.

Intentaré, con la mejor de mis intenciones, aportar algo de luz sobre las modestas conclusiones a las que hemos llegado respecto a ambas cuestiones.

Las desgracias que nos ocurren, ¿son obra de Dios o son fruto del azar?

La primera de las preguntas hace, en realidad, hincapié en una de las cuestiones que más ríos de tinta han hecho correr en la Historia del pensamiento; su complejidad excede al ámbito de la religión para extenderse en la propia esencia del ser humano.

Se podría reformular como:

¿Existe una razón para las cosas que nos suceden o son obra del libre albedrío?

En el fondo, esta es la base del eterno debate sobre el determinismo o indeterminismo de nuestra existencia. ¿Las cosas pasan por algún motivo o suceden sin más por que´ si?

A lo largo de la historia, el hombre ha intentado encontrar respuestas a todo lo que sucedía a su alrededor, desde el devenir del sol hasta dónde vamos después de la muerte. En esta búsqueda de la verdad, que es el germen de todas las religiones, nos enfrentamos a la especial necesidad de hallar respuestas para entender los hechos extraordinarios que nos suceden, especialmente aquellos que afectan negativamente a nuestra vida.

Porque, en realidad, esta pregunta va mucho más allá de si existe una razón para esta pandemia; es la pregunta que nos hacemos siempre que nos sucede algo malo, desde quedarnos sin trabajo hasta la muerte de un ser querido: ¿Por qué me sucede esto a mí? El hecho de que estemos viviendo una experiencia negativa que afecta a toda la humanidad no cambia la pregunta, sino el prisma (micro o macro) desde el que la abordamos.

Evidentemente, los católicos enfocamos esta pregunta asumiendo la realidad de que Dios está en el centro de nuestras vidas y la elevamos hacia Él: «¿Por qué Dios permite que me/nos suceda esto?«.

Dejo claro por anticipado que nosotros, desde luego, no hemos encontrado una respuesta común y rotunda a esta cuestión – como era de esperar, por otra parte -. Haciéndome eco de la voz de mis compañeros, las opiniones han ido desde quien cree ver en esta pandemia una nueva plaga divina – de la que bien podríamos haber sido alertados en las anunciaciones marianas de Fátima – con la que Dios nos castiga por apartarnos de Sus Divinas Enseñanzas, pasando por quien piensa que éstas son pruebas con las que El Creador somete a prueba nuestra fe – como hiciera en su momento con Jonás, Daniel o Abraham -, hasta llegar a quien opina que Dios nos ha dado la vida y nos ha puesto en el mundo para que obremos en total libertad siguiendo sus Divinas Enseñanzas hasta que, llegado el momento, seamos juzgados según nuestras obras y comportamiento.

Es, sin duda, la nuestra la visión humana de un Dios Padre que, como tal, se debate entre el paternalismo autoritario de «la letra con sangre entra» y el laissez-faire del progenitor que le concede libertad a sus hijos para que aprendan a desenvolverse asumiendo su propia responsabilidad en los actos con los que se desempeñan.

Como se observa, las opiniones van desde el más absoluto determinismo divino del Dios aleccionador que nos describe el Antiguo Testamento (Deus ex machina) hasta un enfoque puramente indeterminista y, si se me permite, un tanto Zhen. En otras palabras, no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo sobre este tema, como decía antes.

En lo que sí coincidimos es en la sensación indeterminada de que, en cierto modo, lo que nos ha pasado, esta pandemia, es algo que de algún modo nos lo hemos merecido (si ha pasado, probablemente sea por algo), en parte por la creciente deshumanización hacia la que se encamina el mundo y la sociedad en la que vivimos – mayoritariamente alejada y de espaldas a La Palabra que Dios nos dio a través de Su Hijo Jesucristo-, y en parte por el desprecio con el que tratamos a nuestro planeta, el único sitio en el que sabemos vivir y al que estamos obligados a cuidar y proteger, pese a que sistemáticamente ignoremos las señales de alarma con las que que lleva tiempo avisandonos del terrible daño que le estamos provocando, como es el caso del indiscutible cambio climático.

Personalmente, en mi humilde opinión a esta pregunta que, en su momento formulé, es que, en realidad, la pregunta en sí es irrelevante, puesto que su respuesta está fuera del alcance de nuestro limitado conocimiento humano.

En cierto modo, hacernos esta pregunta que yo me hacía, siendo algo normal en nuestra naturaleza humana, es como intentar ponernos en la mente de Dios y, en cierto modo, entender o juzgar sus actos; corremos el riesgo de, queriendo o no, jugar a ser Dios y esta es una tentación del maligno contra la que debemos luchar a toda costa.

La cuestión es que, sea un castigo o una casualidad, lo realmente importante no es por qué nos ha sucedido esta pandemia, sino cómo respondemos ante ella.

¿Por qué Dios no nos salva de esta pandemia?

La segunda pregunta, independientemente de si creemos que lo que nos sucede es o no obra de Dios, se refiere a si Dios interviene de algún modo para librarnos o aliviar nuestros males y, especialmente, esta pandemia.

Es cierto que muchas personas nos hemos sentido y nos seguimos sintiendo terriblemente afligidos por esta desgarradora situación. El dolor ante tantas muertes y sufrimiento en tan duras circunstancias se acrecenta más si cabe por la indefensión de sus principales víctimas, nuestros mayores. A este dolor se sumó desde un principio la inquietud y el desconcierto por el desconocimiento frente a una situación inédita para las últimas generaciones, a la que hay que sumar la incertidumbre por el impacto económico, emocional y social que nos pueda ocasionar en el futuro inmediato.

Pero igualmente cierto es que, de un modo u otro, Dios está interviniendo en aplacar nuestras preocupaciones. Y como nos tiene enseñado, no lo hace a través de una demostración grandilocuente de poderes sobrehumanos, por mucho que le fastidie a los guionistas de Hollywood, del mismo modo que no se abren los cielos para caer una lluvia de fuego ardiente para castigarnos, ni nos mandó a Su Hijo como un gran caudillo con ínfulas de superhéroe.

Dios ha obrado y obra cada día para calmar nuestros males. Y lo hace a través de pequeñas muestras de Amor Divino, expresadas y representadas a través de nosotros, sus hijos. De eso sí es algo que no nos cabe ni la menor duda.

Lo realmente extraordinario de esta pandemia es que, de un plumazo nos ha equiparado a todos por igual. En un momento dado, hablábamos sobre si la pandemia nos ha unido a toda la humanidad – ya que nos afecta a todos y su solución pasa por actuar todos del mismo modo – o si nos ha separado – ya que nos ha obligado a encerrarnos en nuestras propias casas y ha clausurado todas las fronteras, algo que probablemente no había sucedido en toda nuestra historia -.

Yo me decanto por pensar que lo que ha hecho la pandemia es igualarnos a todos. Da igual si eres del Sur o del Norte, si eres rico o pobre, si eres europeo o asiático, si eres el listo de la clase o un zote sin remedio, da igual incluso si vives entregado al amor a Dios o ignoras su existencia. Todos somos por igual víctimas y solución de la pandemia.

Podemos caer de nuevo en la tentación de empañar nuestra mirada por los que viven de forma egoísta y temeraria, o por los que tienden a dejarse llevar por el odio o la avaricia. Pero la realidad es que esta botella está y siempre ha estado medio llena. Y estas circunstancias tan difíciles que nos ha tocado vivir nos lo han demostrado con total claridad.

Desde la modesta respuesta de los que hemos aceptado con respeto y responsabilidad la llamada a quedarnos en casa y privarnos de nuestra libertad para proteger de este modo a nuestros seres queridos, nuestros vecinos e incluso a personas de las que no conocemos nada, hasta los cientos de miles de generosos voluntarios que han puesto en juego su vida para socorrer a las personas necesitadas, a los enfermos, a los más vulnerables.

Vivimos en un mundo lleno de buenas personas. Es un hecho. Si no fuera así, hoy no estaríamos saliendo con paso incierto pero esperanzado de esta terrible crisis. Y lo hemos hecho nosotros, porque nosotros, como hijos de Dios, somos la respuesta frente al mal.

Una vez más, coincidíamos entre nosotros en que tenemos delante una magnífica oportunidad para replantearnos muchas cosas que hemos estado haciendo mal durante mucho tiempo. Es para nosotros un momento de renacer, de resurrección de la vida aletargada en la que estábamos inmersos, precisamente por una crisis cuyo punto de inflexión se vivió durante esta Semana Santa – una vez más, ¿causalidad o casualidad?-.

Y es en esta situación en la que debemos recuperar, con más fuerza que nunca, nuestra labor como testigos del Amor de un Dios que nunca nos abandona, que está a nuestro lado y nos enseña el camino para que sepamos ser merecedores, si decidimos seguirlo, de su compañía en el Reino de los Cielos.

Sean nuestras obras ejemplo de vida y de caridad, de Testimonio y de Misión de Dios, inspirados por nuestra Madre, que en este su mes no nos ha abandonado y ha vuelto sobre nosotros Su Mirada Misericordiosa. Y en este camino, no olvidemos tampoco a la naturaleza y a nuestro amado planeta; que el, que ha sido durante tanto tiempo nuestra víctima, sea mañana la respuesta para convertirlo de nuevo en un lugar donde vivir en Paz y respeto inspirados por el aliento del Espíritu Santo.

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