A lo largo del tiempo que pasó entre nosotros, Jesús nos dejó un maravilloso legado de lecciones de vida que habrían de servirnos para preparar nuestro camino hacia la vida eterna.
Las enseñanzas de Jesús fueron de muy diversa índole. Algunas son universalmente reconocidas y han inspirado ríos de tinta entre las mentes más privilegiadas de la humanidad. Otras son, quizás, más sutiles, pero derrochan igualmente doctrinas de sabiduría y bondad cristianas.
Las lecciones más evidentes son, quizás, las que nos llegan desde Su Palabra. En Jesús, el Verbo se hace hombre para el entendimiento de los hijos de Dios. Sus palabras han llegado hasta nuestros días a través de los diálogos y parábolas que recogen los Evangelios, para darnos a conocer el Nuevo Testamento.
No menos conocidas son las Obras de Jesús. Cada gesto y acto de Jesús – desde su paseo sobre el Mar de Galilea hasta la Transfiguración en el encuentro con Moisés y Elías; desde el milagro de la boda en Caná hasta la multiplicación de los panes y los peces – supone en sí una lección valiosísima que nos ayuda a avanzar hacia la santidad.

También podemos aprender mucho de las emociones de Jesús. El hijo de Dios no es hierático e impertérrito, sino que, en su humanidad, siente y se emociona como tu o como yo. Sentimos la piedad y el amor filial en la mirada a Su Madre desde El Calvario; la compasión hacia el ciego o el leproso que salen a su paso en el camino; la misericordia mostrada con la hija de Jairo o con su amigo Lázaro que le lleva a resucitarlos; o el infinito amor contenido en cada gesto y cada palabra compartida con los apóstoles en la intimidad de la Última Cena.
Junto a sus palabras, sus obras y sus emociones, hay otra inestimable enseñanza que Jesús nos dejó y de la que podemos aprender; me refiero a Su personalidad y Su carácter. Las Escrituras nos hablan del Jesús reflexivo que diariamente se retira a orar y meditar; del Jesús que sabe escuchar con el corazón a quien se acerca a Él; del Jesús que posee un elevado sentido de la justicia que le impulsa a enfrentarse a los mercaderes del Templo o a defender a la adúltera condenada a lapidación; del Jesús amigo de sus amigos, generoso en su camaradería con Pedro, Juan y sus amigos.

Y, por descontado, a lo largo de su vida Jesús nos da una gran lección de serenidad. La serena actitud de Jesús es un ejemplo constante, incluso en los momentos más difíciles de su vida. Jesús se enfrenta a las calumnias de los escribas y fariseos o a la traición de Judas sin perder su ánimo y quebrantar la serenidad que guió sus pasos entre nosotros.
Os invito a reflexionar y profundizar sobre la serenidad, siguiendo la lección de vida de nuestro Señor Jesucristo en lo referente a esta virtud, tan escasa en los tiempos que corren.
La serenidad es hoy más necesaria que nunca
Pero, ¿qué es la serenidad? Si buscamos en el diccionario, podemos encontrar una definición muy clara de qué es y qué significa la serenidad, tal y como comúnmente la conocemos:
Serenidad: Característica de aquel que está o es sereno. Adjetivo que califica a quien se encuentra tranquilo, relajado o reposado. Capacidad personal para actuar de manera racional y templada en todo momento. El sujeto sereno, de este modo, no se deja llevar por los impulsos ni por las emociones espontáneas.
La serenidad es una virtud que nos aporta múltiples y gratificantes beneficios a nuestra vida. La serenidad nos ayuda a conservar la calma, a tomar decisiones más justas y racionales, a desarrollar la consideración y la actitud compasiva hacia el otro, y a aumentar nuestro autocontrol en el comportamiento social y personal, reforzando el equilibrio y la paz. Sí, la paz; porque, al fin y al cabo, la paz de Dios sobrepasa todo entendimiento humano:
“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.”
(Filipenses, 4.7)
Llegado a este punto, te invito a hacer una pausa y leer de nuevo los beneficios relatados en el párrafo anterior. Piensa un momento sobre ellos. ¿Qué son todos estos beneficios, sino virtudes que nos ayudan a vivir conforme al mandamiento del amor que nos enseña Jesús, como camino hacia Dios Padre y signo de la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas?
Y ahora, teniendo en cuenta esto, dediquemos un momento a hacer introspección personal. ¿Hasta qué punto la serenidad forma parte de tu carácter? Probablemente, la respuesta no sea demasiado satisfactoria. Y es, hasta cierto punto, lógico.

Existen muchos motivos en nuestro interior que alteran nuestra serenidad. Vivimos en estado de permanente ansiedad y frustración, sometidos a frecuentes tensiones. Queremos – a toda costa – experimentar el éxito social, el poder y la ambición profesional, un estatus económico desahogado, un cuerpo Danone, una familia perfecta, tener siempre la razón… Demasiadas cosas sometidas a demasiadas variables como para dejar tan poco margen al fracaso. ¿Y dónde queda Dios en nuestros objetivos y planes cotidianos?.
Pero no todo lo que nos altera parte de dentro de nosotros. Con frecuencia, sentimos angustia por una sociedad que nos estresa y donde hay tantas cosas difíciles de entender. Nuestro mundo está sometido a incontables intereses y presiones – en ocasiones, solapados -, que nos desconciertan y quebrantan nuestro ánimo. Vivimos en el tiempo de la inmediatez, de la ambición sin límite, de la exposición pública a las apariencias, de las desigualdades y las injusticias, del culto al ego, a la ociosidad y al dinero.
La información, tan importante para entender el mundo que nos rodea, fluye excesivamente vertiginosa a nuestro alrededor, en un torrente desmedido y no siempre fidedigno o bienintencionado. Y al hacerlo, fomenta y promueve odios, tensiones, rencillas e injusticia.
Es difícil encontrar la serenidad en nuestro mundo actual. Y puestos a ello, en cualquier otro tiempo. El hombre siempre ha estado sometido a perturbaciones en su quietud existencial. No en vano, Las Escrituras, en su día, ya nos ponían en alerta sobre ello:
“No os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese”.
Pedro (4. 12)
Sin embargo, ante estas circunstancias, resulta especialmente inspirador y reconfortante pararse a reflexionar sobre la vida de Jesús y buscar en ella su ejemplo y sinónimo de serenidad y sosiego cristianos.
Ante las dificultades y sinsabores que se cruzan en su camino, Jesús siempre adopta una actitud de calma y divina paciencia. Nunca responde a las provocaciones que le hacen los que le quieren mal o le difaman. No se deja llevar por reacciones viscerales, como muchos de nosotros haríamos. No pierde nunca la compostura ni actúa de forma irreflexiva, quizás sabedor que rara vez este tipo de respuestas resultan justas ni juiciosas.

“Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
Mateo (11. 28-30)
La serenidad es una virtud cristiana que nos ayuda a acercarnos a Dios. Con su vida, Jesús nos marca el camino para obtenerla; aprendamos a encontrar la serenidad buscando en Las Escrituras aquellos pasajes donde Jesús nos da ejemplos de serenidad en los que reflejarnos. Sus maravillosas lecciones – que son verdaderamente atemporales -, resultan hoy en día más válidas que nunca, si cabe, al margen de dónde vivamos o de quien nos rodeemos cada uno de nosotros.
Y en caso de flaqueza, siembre nos puede ayudar recurrir a esta oración sobre la serenidad, que servirá para sosegar nuestra alma y recuperar el control de nuestros impulsos:
Dios, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.
Viviendo un día a la vez;
Disfrutando un momento a la vez;
Aceptando dificultades como el camino a la paz;
Aceptando, como hizo Él, este mundo pecador tal como es, no como yo lo tendría;
Confiando que Él hará bien todas las cosas si yo me rindo a Su voluntad;
Que yo sea razonablemente feliz en esta vida y supremamente feliz con Él
Para siempre en la próxima. Amén.