La fuerza de un grano de mostaza

El evangelio de hoy nos remite a Lucas 13, 18-21. Sin embargo, para referirme a este pasaje, me vais a permitir que me tome la licencia de citar el mismo episodio en las palabras más poéticas de Mateo, por una simple cuestión de preferencia personal de estilos (como se suele decir popularmente, «para gustos, colores«).

El texto viene a decir lo siguiente:

También les propuso otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas». Después les dijo esta otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa». Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: «Hablaré en parábolas anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo»

(Mateo, 13, 31-35)

Probablemente nos resulte curioso que se pueda comparar algo tan grande como el Reino de los Cielos – sin lugar a dudas, lo más grande que existe para un católico, al menos, en la esfera espiritual, si no ya a nivel físico – con una semilla tan insignificante como la de un grano de mostaza.

Sin embargo, este contraste de dimensiones sostiene una gran lección: la humildad predicada por Jesús. No en vano, El Maestro nos hace en repetidas ocasiones referencia a esta humildad a lo largo de su Palabra («los últimos serán los primeros» Mateo 19, 23-30). Posteriormente, los apóstoles también se harán eco de este mensaje (“Sed humildes, y considerad a los demás superiores a vosotros mismos” Carta de San Pablo a los Filipenses 2,3).

Con la venida de Jesús, el Reino de Dios se ve reducida a su expresión más humilde, frágil y sencilla posible en su humana debilidad. Porque, al fin y al cabo, ¿qué puede haber más humilde que un niño recién nacido en un pajar abandonado de las postrimerías de un pueblo modesto? Y, sin embargo, de esa mínima expresión, nace para nosotros la salvación del mundo y el principio de un nuevo credo. ¡Fijaos cuán grande puede llegar a ser un grano de mostaza!

Jesús vivió en una sociedad eminentemente agrícola. Los hombres de su tiempo vivían de la pesca, el pastoreo y los frutos del campo. Eran por tanto, sabios conocedores de cómo arar y cultivar las semillas que tenían a su alcance. No debe extrañarnos, por tanto, que Jesús usara esta parábola. Y más cuando pensamos en la naturaleza de la labor de un campesino.

Porque, de hecho, el trabajo del agricultor nace y depende de su fe. Un día, planta una modesta semilla en el suelo, la abona y la riega. Y la abandona a su suerte. No puede saber si esa semilla crecerá y dará buenos frutos, o perecerá al cabo de las horas. No puede ver cómo la semilla crece, solo rezar y confiar a que salga adelante hasta romper la superficie y empezar a elevarse hacia el cielo. E incluso entonces, desconoce si alguna helada o una alimaña podrá acabar con ella en su debilidad, ni sabe la dimensión de las cosechas que en un futuro le brindará.

La mayor cosecha empieza con el gesto más sencillo

Del mismo modo que una semilla, el bien puede nacer de una partícula tan diminuta como un grano de mostaza. Como también puede hacerlo el mal. Basta con que unas simples gotas de agua, apenas unas partículas minúsculas, se introduzcan en el interior de la piedra aparentemente más dura para que, al congelarse, terminen por quebrarla hasta romperla en añicos.

O, por poner otro ejemplo muy actual, ¿acaso no está hoy la humanidad entera amenazada por un virus microscópico tan simple y básico que hasta un niño puede derrotarlo con un gesto tan básico como el de lavarse las manos con jabón?

En no pocas ocasiones, la esencia de lo que somos y de lo que hacemos nace de una insignificancia. A veces no se necesita más que una frase, un gesto, una intención sutil para dar pie a una guerra entre dos grandes potencias o para salvar la vida y el alma del ciudadano más ilustre, sabio o poderoso.

A lo largo de nuestra vida, nos encontraremos con multitud de granos de mostaza. Está en nuestra mano elegir cómo queremos vivir ese encuentro. Podemos optar por actuar con indiferencia hacia ellos, o aprovechar la oportunidad que reside en su interior para construir algo grande con ellos con solo sembrarlos, regarlos y cuidarlos con nuestros actos de generosidad.

El amor hacia nuestros hermanos brota siempre de una primera impresión. Obviamente no hacia nuestros padres o hijos, que llevan formando parte de nuestra vida desde hace años, pero sí hacia ese vecino con el que nos cruzamos cada día en el portal, con aquella persona a la que cedimos su sitio en el autobús, o con el próximo cliente que entre por la puerta de nuestro negocio. Y, por descontado, con el mendigo que, desesperado y hambriento, nos reclama unas monedas en la puerta del supermercado donde solemos comprar.

Cada uno de ellos supone, en esencia, un grano de mostaza cuya esencia es tan importante como el Reino de Dios. Si somos capaces de mirarlos como Jesús nos enseñó y de ver en ellos el rostro de Dios, podremos hacer germinar un bello bosque de frondosos y cálidos árboles, que nos ofrezca cobijo y alimento en este páramo a veces tan inhóspito como es el día a día en nuestras ciudades y pueblos.

El amor debe ser ese catalizador, esa «la levadura» que nos puede ayudar a cultivar esos granos y, de este modo, cambiar el mundo con nuestros actos. Lord Robert Baden-Powell, fundador del movimiento scout mundial, dejó escrito a sus más cercanos colaboradores en su última carta antes de fallecer:

«He tenido una vida muy dichosa, y quiero que cada uno de vosotros la tenga también. Creo que Dios nos puso en este mundo maravilloso para que fuéramos felices y disfrutáramos de la vida […]. Pero el camino verdadero para conseguir la felicidad pasa por hacer felices a los demás. Intentad dejar este mundo un poco mejor de como os lo encontrasteis y, cuando os llegue la hora de morir, podréis morir felices sintiendo que de ningún modo habréis perdido vuestro tiempo sino que habréis hecho todo lo posible».

Construir un mundo mejor depende de que seamos cada día abnegados cultivadores de granos de mostaza y esforzados agitadores de levadura. Porque Jesús nos ha dado el mejor mensaje de la bondad y grandeza de esas labores.

No en vano, La Iglesia que Jesús mandó edificar a los discípulos y que creció y se expandió por todo el mundo hace más de dos milenios y que aún sigue viva en cientos de millones de hermanos de los cinco continentes se edificó de un grano de mostaza nacida en la oscuridad de un pesebre. Esa misma iglesia, a la que pertenecemos tu y yo, está cimentada y enriquecida con la levadura de millones de pequeños gestos, apenas invisibles, que todos hacemos cada día en pos de construir un mundo mejor, a imagen y semejanza del que Dios nos encomendó hacer.

Que el Espíritu Santo ilumine nuestro sembrado y nos de discernimiento para saberla regar cada día de nuestras vidas, hasta que llegue el día de postrar nuestra cosecha a los pies de Nuestro Padre. Amén.

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