Deja que el Adviento te corone

Quedan cuatro semanas para Navidad; el invierno se aproxima a nuestra puerta. Los termómetros se desploman, la lluvia arrecia. El reloj se acelera; el día encoge. Hoy nace el Tiempo del Adviento.

Casi sin darnos cuenta, a nuestro alrededor el ruido aumenta de volumen. Deslumbrantes luces de neón. Anuncios de perfumes. No se qué sobre un viernes negro. Jingles enlatados. Saludos bienintencionados que no suenan sinceros. Sed consumista. ¡Compre su boleto de Lotería de Navidad antes de que se nos acabe, oiga! Ruido, ruido y más ruido.

Y en nuestro interior no es muy diferente. Alguien ha debido subir el volumen casi al máximo. Qué le compraré este año a mi pareja. No sé qué ponerme para las fiestas. Cómo le digo a mis yernos que quiero pasar las fiestas tranquilamente en mi casa. Qué ponemos de primero en Nochebuena. Cómo diantres voy a pagar los regalos de los niños. Todo es ruido.

Pero Dios no vive en el ruido. Es más, el ruido es el mayor enemigo de Dios. Dios no grita. Susurra, conversa amablemente, casi se podría decir que sisea. Es imposible oír lo que nos quiere decir, absurdo intentar mantener un diálogo fluido, está descartado sentir su fuerza y su palabra en nuestro interior sin rodearnos primero de silencio.

Jesús nos muestra, con su ejemplo, la conveniencia del silencio en sus momentos de oración y recogimiento en los que, con suma frecuencia, se aleja del ruido y se retira a un lugar más tranquilo a hablar con El Padre.

«Después subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo».

Mateo, 4; 22.

Dejadme invitaros a viajar juntos en el tiempo y la imaginación. Es un trayecto que me gusta repetir todos los años cuando se inicia este tiempo del Adviento, mi preferido del año litúrgico. Coge tu abrigo más grueso, abróchate hasta el último botón y toma bufanda y guantes, porque nos va a hacer falta. Allá vamos…

Nuestro reloj imaginario viaja atrás en el tiempo. Podríamos remontarnos mil años. O cuatrocientos. Pero dejémoslo en «sólo» doscientos años antes del día de hoy. Las luces de neón han desaparecido. De hecho, toda luz – y la corriente eléctrica en sí – son una entelequia que nos suena a ciencia ficción. No hay Internet, ni televisión, ni radio, ni casi periódicos, aunque, en cualquier caso, la mayoría de personas no sabe leer ni se puede permitir pagarlos. Mucho más de la mitad de la población vive en sencillas casas de adobe unifamiliares, situadas en pueblos pequeños del ámbito rural.

Hace frío, mucho más frío que ahora. Las calles embarradas amanecen cubiertas de escarcha helada, que cruje al paso de los labriegos y pastores que acuden muy temprano a sus quehaceres domésticos. Nadie llega tarde, porque no hay relojes ni prisas, ni puñetera falta que les hace. Los días son breves y monótonos. Las noches, largas y tediosas.

Al ponerse el sol, las calles del pueblo se cubren de silencio y oscuridad. Todo el mundo se recoge en sus hogares a descansar. La familia hace su vida en la cocina, alrededor de la lumbre del lar, donde crepitan los troncos de encina. La madre amasa el pan de mañana, mientras en el puchero hierve lo que han podido disponer para la cena.

Tomamos un vaso de vino recio y nos asomamos a la ventana. Un velo negro compite contra el quedo resplandor de la luna, que pierde su batalla contra las tinieblas. La bóveda celeste está salpicada por un reguero de estrellas que titilan de puro frío. Olemos el humo de la leña, del queroseno de la linterna y del sabroso aroma de la masa que empieza a fermentar. Oímos los lejanos ladridos de un perro, que contesta aireado a las campanadas de las medias que llegan desde la iglesia del pueblo. Saboreamos el áspero trago de vino tinto, que desciende por nuestra garganta despertándonos del letargo. Sentimos la rudeza de nuestros ropajes diarios, humildes y sencillos, con los que vestimos cada día a excepción de los domingos, desde que nos levantamos del lecho hasta que llega la hora de volver a él.

Aquí y ahora también está empezando el Adviento. Abrimos las Escrituras al azar y leemos un párrafo a la sombra del candil. Al terminar, cerramos la Biblia y los ojos. Nos dejamos llevar por la oración. Y en ese momento, una caricia, un escalofrío, nos recorre el espinazo y asciende hacia nuestra nuca. La piel se nos pone de gallina y el vello se nos eriza. Una fuerza grande, enorme, potentísima, pura, blanca, nos inunda poco a poco, nos llena, nos sublima.

Y así, recubiertos por el manto protector e inspirador del Espíritu Santo, nos sentimos en comunión con Dios Padre y nos abrazamos al ejemplo de retiro interior y exterior que Jesús nos enseñó. Y sentimos La Verdad en lo más profundo de nuestra alma.

Esa Verdad nos trae Palabras que nos invitan y animan a ir preparando un espacio en el establo; a aventar el heno y encender la candela; a amarrar a la mula torda junto a la vaca pinta que nos brinda un sorbo de leche matinal; a hacer acopios de mantas de lana y gachas de avena; a mirar hacia los cielos cada noche al salir la Estrella del Norte.

Porque pronto, muy pronto ya, un bebé, pequeño e indefenso, va a nacer entre nosotros y no nos puede pillar por sorpresa sin estar preparados para recibirle. Ese bebé, que es la mayor muestra del Amor infinito y eterno con que Dios nos bendice cada día, necesitará un lugar en nuestra vida donde venir a este mundo rudo y errante.

Necesitará a alguien como nosotros, como tu y como yo, que lo acoja, lo cobije y lo adore. Porque en él, Dios se encoge y se agacha para pasar por el dintel de nuestra puerta y entrar así en nuestra vida al hacerse hombre como nosotros en Su Hijo. Y nos lo pone en nuestras manos, con su piel inmaculada, su olor dulzón y almizclado y los ojos apenas abiertos al nuevo mundo. Dios nos pide que cuidemos, escuchemos y sigamos a Su Hijo, frágil e indefenso, aún a sabiendas de que nosotros se lo «agradeceremos» entregándolo un malhadado día al patíbulo para que, con su muerte, su descenso a los infiernos y su posterior resurrección, nos salve del pecado y nos abra las puertas del Padre por los siglos de los siglos.

Y nosotros, que sabemos que Jesús pronto va a nacer entre nosotros y cuál será el destino de ese pequeño y la grandeza de su herencia; nosotros, que hemos sentido la mirada suplicante y amable de su madre, que también es nuestra y que nos pide ayuda; lo menos que podemos hacer en homenaje, sacrificio y honor a su nombre es intentar recrear – enmedio de la artificialidad y el estruendo del mundo que hoy nos rodea -, ese momento pretérito del hombre viejo, envuelto de silencio y oscuridad.

Tenemos cuatro semanas para ello. Vayamos preparando el camino. Abramos cada semana una ventana más para que por ella entre el canto de los ángeles que poco a poco se acercan anunciando la llegada del Mesías. Y encendamos cada semana una vela más para que así la estancia se vaya paulatinamente caldeando e iluminando hasta que llegue la noche del día más grande y nuestra cuna interior esté perfectamente preparada para acoger en ella a Dios como centro y faro de nuestra vida. Así sea.

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