Cierra los ojos al mundo que te rodea. Respira profundamente. Ábrelos de nuevo a través de la mirada de María.
Lo primero que sientes es el suelo. Está duro y frío. Estás sentada en él.
Intentas moverte. Te cuesta. Te duele todo el cuerpo. Estás cansada, agotada.
Miras tus manos. Son unas manos ancianas, curtidas con arrugas por el paso del tiempo y las visicitudes. Obsérvalas con detenimiento. Están sucias y descuidadas. Sientes frío en ellas.
Prestas atención ahora a tu ropa. No es la ropa que te gustaría llevar. Está sucia, ajada y envejecida, como tus manos. No sabes de dónde ha salido esta chaqueta ni a quién le perteneció antes. Pero no abriga lo suficiente.
Miras hacia arriba. Estás al aire libre. Estás sentada en la tierra. No hay techo sobre tí, solo un cielo gris, que amenaza lluvia.
Miras a tu alrededor. Hay cientos, tal vez miles de personas que te rodean. Algunas están solas como tú. Otras están sentados en grupos. Muy pocos han conseguido algo con lo que encender una pequeña hoguera en la que calentarse.
La mayoría guardan un silencio incómodo. Entre los susurros de las conversaciones tímidas que alcanzas a oír, distingues muchas lenguas, la mayoría de ellas te son totalmente desconocidas.
Miras sus rostros. Ninguno te resulta conocido. Estás sola en medio de tanta gente. Eres anciana, estás cansada, sola y tienes frío y hambre. Apenas recuerdas la última vez que comiste.
No sabes dónde estás. No sabes en qué lugar te encuentras, ni en qué ciudad o pueblo se encuentra. Ni siquiera estás segura del todo de a qué país te ha llevado tu periplo.
Solo sabes que estás lejos, muy lejos, terriblemente lejos de tu barrio y de tu casa. No sabes qué habrá sido del resto de tu familia, de tus vecinos, de tus amigos. La distancia te hace sentir más desvalida e indefensa, si cabe.
Dos personas caminan entre la muchedumbre. Van bien vestidos y llevan un perro asido con una correa. Según se acercan, descubres que son policías o militares. Caminan con paso cautos, como si temieran en cada momento sufrir una emboscada.
Al pasar junto a tí, te miran durante un instante. Por su gesto adusto, percibes que te están juzgando y su veredicto es injustamente incriminatorio. ¿Qué les has hecho tu, una anciana indefensa, a esas personas que no saben nada de ti? Por precaución, desvías la mirada al suelo, entre avergonzada y humillada.
Temes por la vida de tantas personas a las que quieres. Sientes cómo un dolor se abre paso por encima de tu frío, tu hambre y tu soledad. Es el dolor de la incomprensión, de la desgracia que se ha cernido sobre tu tierra y amenaza la vida de todas las personas a las que amas.
En silencio, juntas tus manos y rezas por su bienestar. Deseas con el corazón que se encuentren en un sitio seguro y protegidos, rodeados de los suyos.

Al terminar, te llevas las manos a tu rostro y sientes la humedad de las lágrimas furtivas y silenciosas que surcan tus arrugas.
Siente el frío. Siente el hambre. Siente la soledad. Siente la humillación. Siente la desesperanza. Siente el miedo. Siente el desarraigo. Siente la injusticia por sufrir un destino tan terrible sin ningún motivo.
Siente la incertidumbre por saber si vivirás un día más, si encontrarás un sitio en el que detener tus pasos, si alguna vez volverás a tu tierra, si podrás reencontrarte con los tuyos, si seguirán con vida, si alguna vez volverás a vivir la vida que siempre habías vivido y que te ha sido arrebatada.
Comparte su dolor. Siéntelo en tu alma. Experimenta su desamparo, su desgarro, su pavor.
¿Cómo vas a poder dormir esta noche? ¿Y dónde? ¿Cómo sobrevivir al frío de la noche a la intemperie? ¿Cuándo volverás a comer? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que vuelvas a encontrar una cara conocida? ¿Sobrevivirás al día de mañana?
Ahora sal de la anciana y aléjate dos pasos de ella. Observa su figura encogida y aterrada desde esa distancia.
Concentra tu vista en su hombro. Mira atentamente en él. Hay una mano amablemente apoyada en su hombro. Levanta la vista. Observa la túnica que envuelve esa mano. Descubre la presencia de Jesús junto a la anciana.
Su rostro refleja el dolor de la anciana, pero sus ojos la miran como amorosa misericordia. Él está con ella, en mitad de su desgracia y de su soledad. La acompaña y la vigila.
Lleva haciéndolo desde que tomó el camino por el que abandonó la aldea. Estuvo a su lado durante miles de kilómetros, guiando su camino. Le hizo compañía en los momentos más difíciles del camino.
La guió en la oscuridad para que no cayera en algún agujero ni tropezara con alguna piedra del camino. La abrazó en el momento más frío de la madrugada. Puso en su mano comida, cuando había perdido toda esperanza de volver a comer y sentía las fuerzas desfallecer. Desvió sus pasos hacia una fuente de agua limpia cuando la sed la consumía.
Le susurró durante todo el viaje palabras de aliento y alivio. Y permanecerá allí, a su lado, cuidando de ella hasta que se cumpla el momento en el que Dios Padre la llame a su encuentro. ¿Cómo, si no, habría podido una anciana, débil, abandonada y exhausta, llegar tan lejos? ¿Cómo, si no, podría haber sobrevivido a tantas calamidades? ¿Cómo, si no, crees que podría sentir la anciana el alivio y el consuelo que expresan los ojos de la anciana, si todo lo que la rodea invita a la desesperanza y la rendición?
Ella se estremece y, con mucho esfuerzo, se lleva su mano hasta su hombro izquierdo. Respira profundamente, se santigua y, contra todo pronóstico, esboza una tierna sonrisa de paz.
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