Cierra los ojos al mundo que te rodea. Respira profundamente. Ábrelos de nuevo a través de la mirada de María.
La luz es cegadora. ´Súbitamente, cierras los ojos de nuevo.
Los vuelves a abrir lentamente, con precaución, mientras te adaptas a la luz que te rodea.
Solo ves el techo blanquecino. No puedes girar la cabeza.
Desde esa postura, llegan a tus oídos un centenar de sonidos electrónicos. En su día, pensaste que nunca podrías dormir con todo ese enjambre de ruidos a tu alrededor. Qué equivocado estabas.
Entre los sonidos, percibes el ritmo acompasado de un fuelle mecánico. Caes en la cuenta de que ritmo se corresponde con el aire que sientes regularmente llegar a tu mascarilla respiratoria.
El contacto de la mascarilla sobre tu rostro te llaga, pero no tienes fuerzas para hacer nada. Solo puedes intentar respirar y mirar al techo. Y sobrevivir un minuto más.
No recuerdas cuántos días llevas en esa habitación.
No recuerdas cuándo fue la última vez que viste un rostro conocido.
El pánico lucha por abrirse paso entre el agotamiento y la axfisia. Sientes pavor. Has oído muchas historias terribles acerca de la UCI.
Has visto con tus propios ojos las camas que amanecían con nuevos vecinos y temes preguntar qué fue de sus anteriores inquilinos, porque sabes que su destino puede ser mañana el tuyo.
Te sientes terriblemente estúpido. Estás en un mundo que te resulta hostil. No conoces nada de medicina. Los doctores y las enfermeras que te rodean andan ajetreados de un lado a otro, y apenas tienen tiempo de cruzar algunas palabras contigo.
La desazón inunda las horas que pasan entre consulta y consulta, mientras te preguntas si estarás mejorando o tu vida se estará escapando lentamente sin que puedas hacer nada por detenerla, sin que apenas te queden fuerzas para seguir luchando. Echas de menos a tu esposa y rezas con todas tus fuerzas para que ella esté sana, para que no esté pasando por lo mismo que tu en otra habitación anónima y solitaria del mismo hospital.
Intentas distraerte, pero ¿en qué puedes ocupar tu mente? Aquí no hay nada que hacer, nada en lo que entretenerte, cuando solo estar tumbado y respirar te supone un esfuerzo titánico.
Y cuando dejas tu mente cavilar es casi peor, porque te asalta el pánico a lo desconocido. ¿Qué es esta epidemia? ¿De dónde ha surgido? ¿Tendrá cura alguna? ¿Terminará alguna vez? ¿Me pasará factura en un futuro? ¿Por qué se está muriendo tanta gente? ¿Seré yo una de las víctimas?
Entonces viene a tu memoria una conversación casual captada no sabes muy bien cuánto tiempo antes. Una doctora y un celador hablan sobre la mujer que se encuentra en la cabina de al lado tuyo. Comentan algo sobre los resultados de una biopsia y aventuran las posibilidades que tiene de salir adelante si el tumor resulta maligno.
La observas por el rabillo del ojo. Está despierta, pero sus ojos parecen ausentes. Su cabeza está envuelta en una aparatosa venda. No debe superar la cuarentena. Te preguntas si estará casada, si tendrá hijos, si sus padres estarán aún vivos y, sobre todo, te preguntas cómo será para ella su espera, cuando al final de la misma le espera una sentencia de muerte segura o la salvación de poder retomar su vida normal. ¿Cómo se puede llevar esa terrible carga?
Desearías poder levantarte, acercarte a su cama, tomar su mano y darle ánimos y consuelo, entretenerla y hacerle la espera más llevadera. Pero te es físicamente imposible.
Frente a tu cama hay un hombre rollizo que roza los sesenta. Con apenas unos años más que tu está luchando a muerte contra su tercer infarto de miocardio. A pesar de la mascarilla quirúrgica puedes observar su barba incipiente y su piel enrojecida y brillante. Mientras duerme, su rostro se encoge en un gesto repentino de dolor agudo. Temes lo peor. Pasados unos segundos, su gesto se relaja.
Miras de nuevo al techo. A tus manos. Al ventilador. A la oscuridad tras la ventana. Al techo. A la joven. A la enfermera que se acerca.
La enferma se inclina sobre tu rostro. Por debajo de la protección sanitaria te sonríe. Puedes observarlo en sus ojos. Te dirige unas palabras cariñosas de interés por tu estado.
Acerca una especie de pistola a tu frente y un bip la informa de tu temperatura corporal. Si la fiebre está preocupantemente alta, la enfermera sabe ocultar su preocupación. Te mira a los ojos y te pide con firmeza que sigas luchando, que sigas peleando por respirar, que no puedes rendirte, que tienes que hacer más esfuerzo de tu parte para acompañar la respiración artificial.
Toca las bolsas de suero, comprueba el gotero y la sonda. Antes de marcharse, pasa su mano suave y tersa por tu frente sudorosa, en un gesto que te resulta tierno y humano hasta el dolor, un dolor desgarrador de indefensión, de incertidumbre y de temor a la muerte.
Cierras los ojos y concentras de nuevo todas tus energías en seguir con vida.
Siente el dolor del paciente. Siente su angustia de sentirse solo y desvalido. Siente su incertidumbre sobre su supervivencia. Siente su desesperanza ante lo que le es desconocido. Experimenta su agobiante dificultad para respirar. Siente la preocupación por su salud y la de su familia.
Empápate del sudor de su fiebre. Incomódate con su inmovilidad. Sufre sus llagas. Siente el peso desmesurado de su cruz.

Y ahora, eleva la vista hacia el crucifijo que hay sobre la mesilla. Observa el rostro inclinado de Cristo en la cruz. Presta atención en su mirada de consuelo; sigue la dirección en la que miran sus ojos misericordiosos hasta el enfermo convaleciente.
En el camino que traza esa mirada penetrante aparece un rostro femenino. Es una hermana entrada en años, Sierva de María. Sus ojos expresan una mirada que envuelve al enfermo, lo abraza y lo consuela. A través de ellos, la Madre del Señor posa su mirada en el dolor del convaleciente y le devuelve la misma ternura con la que miró un día a su Hijo, atravesado en el madero.
Y el enfermo siente en su interior brotar un hálito de fuerza y determinación que le lleva a decirse, con una convicción inquebrantable, que va a salir adelante y que pronto volverá a estar en casa, abrazando a su amada esposa y dando gracias a Dios por acompañarle en estos terribles momentos.
Nos unimos a su esperanza y rezamos un padrenuestro para que así sea. Amén.
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